sábado, 17 de noviembre de 2007

JC: Pasión y Gracia (parte 2)

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“Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados (Isaías 53:5)”

Su mirada se pierde entre quienes lo prendieron, a veces, prefiere mantenerla baja y ver sus pies moverse obedientes. Recuerda la oración a Su Padre mientras camina sobre el ribazo, “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad (Juan 17:17)”. Las antorchas que lograba vislumbrar lo seguían a todos lados. Estaba todo muy borroso, unos alguaciles habían descargado acerados golpes en su rostro. Vivía la potestad de las tinieblas (Lucas 22:53) y la voluntad de su Padre (Lucas 22:42). Había empezado todo, desde hace mucho en realidad, pero ahora lo vivía en carne propia. A empujones, como si no fuera a cumplir la voluntad de Dios, lo llevaron los soldados a la casa del sumo sacerdote.

“Yo soy el pan vivo que descendió del cielo; si alguno comiere de este pan, vivirá para siempre; y el pan que yo daré es mi carne, la cual yo daré por la vida del mundo (Juan 6:51)”

Entre lujos incontables, maravillas, tesoros y prendas finas, costosas, fue recibido Jesús quien vestía una túnica desgastada. Él ansiaba la casa de su Padre, sabía que ningún templo tenía comparación con el palacio celestial, ninguna riqueza se comparaba a los tesoros eternos, ninguna casa sacerdotal se encontraba a la altura de su santa morada. En silencio, siguió caminando. Lo acercaron a Anás, suegro de Caifás, quien era sumo sacerdote y quien profetizó claramente que Jesús moriría por la nación: “…vosotros no sabéis nada; ni pensáis que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación perezca (Juan 11:49-52)”. Era su propósito. No hubo circunstancias, sino la voluntad de Dios. Continuó un interrogatorio áspero e insidioso, en el que había connivencia contra el delincuente a juzgar. Tras crueles bofetadas, Jesús habló cuando le preguntaron ‘¿Eres tú el Cristo?’. Dijo la verdad, inocente, con el rostro cansado y los ojos amoratados pero siempre amorosos:

“Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo (Marcos 14:62)”.

Indignados. Un “vagabundo” se hacía llamar Hijo de Dios. Exasperados. Los sacerdotes, representantes de Dios, no lograban asimilar que el Rey a quien “servían” se encontraba frente a ellos. ‘¡Merece juicio este blasfemo!’ Callado, cumpliendo el deseo de su Padre, Jesús siguió oyendo las injurias. La oscuridad reinaba no sólo marchitando las nubes, sino el mundo también. Al amanecer sería llevado ante el gobernador Poncio Pilato. Atado, golpeado, esperó su condena en un silencio de amor. Al día siguiente, acusado de alborotador, en una pequeña plática en la cual, en su mayoría, permaneció callado, maravilló a Pilato con su sabiduría. El gobernador no halló falta en Él. ¿Eres tú rey?, preguntó. Jesús dijo:

“Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz (Juan 18:37)”.

‘Lo castigaré y lo soltaré’ (Lucas 23:16). Lacerado, destrozado tuvo que ser. Nuestras maldades lo azotaron. “Como cordero fue llevado al matadero; y como oveja delante de sus trasquiladores, enmudeció, y no abrió su boca (Isaías 53:7)”. Sufrió por causa de nosotros como jamás otro hombre ha sufrido en el mundo. Su sangre se convirtió en el alfombrado del lugar. Con una corona de espinas fue honrado, con fulminantes papirotazos fue amado, con insultos y escupitajos fue tratado. ¡Salve Rey de los judíos! Fue mostrado ante el indolente pueblo, que no conforme con la salvaje golpiza gritaba ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! Soltaron a un peligroso ladrón y homicida en vez de soltar a Jesús quien da la vida. Trémulo en dolores, lánguido en fuerzas, miraba al pueblo que iba a salvar queriendo matarlo. Yo los amo como mi Padre me ha amado (Juan 17:23), se decía a sí mismo.

“Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por las ovejas (Juan 10:11)”.

La Calavera. ¡Terrible nombre para un lugar de gracia! Pilato secándose las manos, veía desde lo alto como era arrastrado Jesús a dicho lugar. Qué pudo hacer este hombre para ser escarnecido y maltratado de esta forma, pensó un Simón de Cirene quien cargaba la pesada cruz tratando de aliviar la carga del Maestro. El camino era interminable, insoportable, mortífero. Las personas podían seguir a Jesús a causa de las huellas de sangre que iba dejando en el camino. Y aunque, al levantar la mirada, podía distinguir a ciertas mujeres llorando por Él, eran escupitajos lo que más recibía. Agotado, pudo ver el lugar donde sería crucificado. La peor de las muertes. Miró al cielo. Esto es por ti, papá, y por ellos.

“En pago de mi amor me han sido adversarios; mas yo oraba (Salmos 109:4)”.

‘No, mi Señor’, suplicaba llorando un Juan, quien le había seguido hasta el fin. Sus extremidades derramaron hasta las últimas gotas de sangre. Clavos oxidados, muerte infame. Fue levantado y, desde lo alto de la cruz, temblando, miraba a quienes iba a salvar. Los amaba. ‘Si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz’, le retaban. Puedo, pero no quiero. Vio a … (pon tu nombre) y se alegró. Lo hago por ti. Echaron a suerte sus vestidos, vio que otros dos peligrosos delincuentes se encontraban crucificados también. Uno de ellos le injurió. El otro, arrepentido, creyendo, le dijo: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino. Jesús, mirándolo amorosamente, contestó: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso (Lucas 23:43)”. Para eso moría, para la gracia. No tenía que cumplir un requisito, no necesitaba un purgatorio; el ladrón volvió a nacer mientras moría. Entró en la gracia del Señor. Agotado, hecho una llaga entera, los pecados del mundo fueron sobre Él. Lo miraban y no entendían. Consumado es. A gran voz, clamó: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lucas 23:46)”. Expiró.

“Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos)… (Efesios 2:4,5)”.

Juan lloraba, vio a su maestro derramar su sangre por la humanidad, aun no entendía pero se sintió de manera diferente. ¿Todo terminó? No, todo acaba de empezar. Recordó a Jesús en una de sus últimas charlas, recordó el mandamiento que le había dejado: “Que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos (Juan 15:12,13)”. Gracias, amigo, se dijo. De pronto, todo oscureció…

1 comentario:

Isa dijo...

"...Juan lloraba...se sentía de manera diferente...todo acababa de empezar."
Qué bien describiste el cambio que hubo en Juan el antiguo "hijo del trueno", después de eso, ya no más lo mismo, sería conocido generaciones posteriores como Juan, el discípulo del amor.
Hay que ver los cambios que también va haciendo en nosotros nuestro amado salvador.
El Señor te continúe bendiciendo.

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