Quizás no “andes en pecado” como los adúlteros o los hipócritas (Romanos 3:10). Haz renunciado a muchas cosas por Él, y te sientes bien por no ser malo como los del mundo (Lucas 18,11). Probablemente ores todos los días, pero tus versos son largos discursos o frases que has ido memorizando de algún hermano y has ido complementado con el de algún otro, nada nuevo, nada original, ‘lo que te pedí ayer, lo mismo, nomás Señor’ (Mateo 6:7). Vas a la iglesia fielmente todos los domingos, pues se hizo una costumbre saludar a la congregación quien te devuelve una sonrisa de aprobación por tu asistencia. Es posible que en tu colección de discos se encuentre el último single de Jesús Adrián Romero, o Hillsong para los más jóvenes, pero las melodías ya no te conmueven como antes. Los cuadros en tu casa hacen notar tu devoción con el Salmo 23, o el 27, bien ubicado para que toda visita sepa que eres un cristiano. Felicidades, hermano, has logrado obtener el título de religioso. Vistes todo lo que es necesario para ser llamado un cristiano. La fachada te queda perfecta. Pronto te das cuenta de que nada te llena, que haz llegado al hastío espiritual. La fe ya no es lo que solía ser antes, se va deteriorando en un proceso muy sutil y, a veces, invisible. Tu fachada de cristiano está intacta, pero tu alma no encuentra esa sonrisa que tuviste el día de tu salvación. Yo le pregunté a Dios, ¿Qué pasó con el Carlos que no dormía si no habitaba en Tu templo y te adoraba sin importarle el reloj? Y… ¿Qué pasó contigo?
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